miércoles, 9 de abril de 2008

El ladrón de bicicletas.

Nunca me gustó robar. Robar, hurtar, lo que sea. Si no puedo pagar algo, simplemente me resigno a no tenerlo. No es por miedo al castigo o por respeto a la autoridad. Puede ser que a través de mi abuelo me haya llegado algo de conciencia de clase. Los que de siempre han tenido todo no sienten que algo no les pertenece, y si eso es así, no dudan en cogerlo. Detrás de cada gran fortuna hay un gran crimen y todo ese rollo. Los que nunca han tenido nada y han llegado a poseer algo a base de esfuerzo y tesón valoran lo que tienen y valoran por igual lo que no tienen, el coger algo porque sí no es una opción, saben que nada es así, porque sí. Ese es el tipo de mentalidad que tiene mi abuelo, no sé si algo de eso habrá quedado oculto en algún rincón de mi estúpida cabeza, lo que tengo claro es que no pienso así del todo. También está el hecho de que no valoro las cosas materiales como cualquier otro podría hacerlo. No encuentro nada de valor en nada que se pueda pagar. No soy tan estúpido como para darle al dinero un poder que no tiene o dotarlo de alguna extraña personalidad, como una especie de ente incierto. Sé que detrás de él hay sudor y trabajo físico o esfuerzo intelectual. Pero aún así sigo sin encontrar honor alguno en conseguir algo que se pueda pagar con dinero. Por eso no me atraen las marcas, los coches caros o los perfumes. Encuentro en todo eso algo repugnante, un hedor que se desprende que no me es agradable. Es por eso que no me siento tentado de coger de un escaparate un reloj caro o pegarme una carrera por conseguir un cinturón de piel. Supongo. Además, no me va el riesgo ni el peligro que eso conlleva. De eso me curé pronto, de niño. Un verano alterné con algunos niños peligrosos. Como las tardes eran más largas, junto con mis amigos de al lado de casa, nos daba tiempo a alejarnos más de nuestro barrio y comenzamos a frecuentar otro. Era el barrio en el que estaba el colegio al que íbamos, así que nos resultaba familiar. Apenas eran diez minutos a pie, pero se nos antojaba un mundo nuevo y casi desconocido. Un lugar al que solo íbamos con nuestros padres. Había por allí una pandilla de niños a los que solo conocíamos del colegio. Ya fumaban, salían con chicas, faltaban a clase, ese tipo de cosas. Anduvimos con ellos un par de tardes. Supongo que tirando piedras a los gatos y a las farolas, no creo que ellos se rebajaran a seguirnos en nuestros aún infantiles juegos. Una de esas tardes, llegamos aún más lejos y salimos incluso de su barrio adentrándonos en un bosque de olivos. Había allí una casa baja y solitaria. Uno de los mayores no tardó en encontrar una ventana abierta y en pocos minutos estábamos todos dentro. Yo estaba aterrado. Quería salir corriendo y volver a casa. Pero no podía ser el más cobarde. No quería imaginar el infierno que sería la vuelta al colegio. Me imaginaba repudiado por mis amigos y siendo el blanco de las bromas y abusos del grupo de los “malos”. Miraba a la cara de mis amigos intentando encontrar un aliado, algún indicio de que ellos también se arrepentían, deseaba que alguno de ellos saliera a correr para ir tras de él. Pero no, todos revolvían cajones, saltaban de un lado a otro rompiendo cosas como en estado de éxtasis. Joder, de veras que estaba viviendo una pesadilla. Solo fue cuando empezaba a anochecer que algunos decidieron que era hora de volver a casa. Los más afortunados habían encontrado dinero, otros llevaban algún reloj o cosas por el estilo. Yo, una vez más, debía hacer algo, no podía irme con las manos vacías. Encontré un extintor y jugué un rato con él. A todos les hizo mucha gracia, así que me lo llevé para evitar que me preguntaran cuál había sido mi botín. “Pues el extintor ¿no lo ves?” Aún me sentí culpable meses después, incluso tuve un sueño recurrente: soñaba que la casa estaba en llamas y no podían apagar el fuego porque no tenían extintor. Ese fue el primer y último de mis atentados contra la propiedad privada.

No hay comentarios: