martes, 8 de abril de 2008

Sin título.

Era otoño. O invierno. Solo recuerdo que hacía frío. Estaba enamorado, pero no sabía de quién. También algo angustiado, herido y desesperado. Había hecho una especie de voto de castidad que ya duraba algunas semanas. Resolví apartar de mí el sexo y todo lo que de él se desprendía. La insatisfacción, los celos, la ansiedad... No he sido nunca muy espiritual y pensaba que sería hipócrita abrazar en ese momento a Dios, Buda o alguna divinidad, pero pensé que debía llegar a alguna clase de paz interior, que debía buscar algo que trascendiera al cuerpo. Desde muy pequeño me habían llamado mucho la atención los cementerios. Tan fuera como dentro de este mundo, como los lugares de paso que suponemos que son. Me subyugaban, me atraían y repelían a partes iguales.
Me convencí de que eran el lugar perfecto para pararme a pensar un par de veces al mes, tal vez más. Y decidí que frecuentaría uno. Y fue allí donde la ví, vivía en una foto amarilla debajo de un cristal roto. En un nicho. Sus ojos negros como ala de cuervo, sus labios rojos, su piel blanca, parecían llamarme. Me dije: contente, contente, no es esto lo que vine aquí a buscar. Yo solo quería trascender al deseo, encontrar algo más puro o más cierto, pero ¿acaso alguien duda ya de que la búsqueda del placer sea el fin último en la vida de un sabio? Me entretuve en su contemplación minutos, tal vez horas. Podrían haber sido semanas, meses o años y no me hubiera importado. Yo no estaba ya en esa fase en la que las mujeres huelen a rosas sino en la que las rosas huelen a mujer, no sé si me explico. Intenté contenerme. Juro que lo intenté. Pero tuve que hacerlo.

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