miércoles, 16 de abril de 2008

Hay tanta mierda en todas partes; tanta basura que tienes que ir apartando al caminar; tanta gente esperando un despiste tuyo para robarte la cartera, esperando que caigas para pisarte; tantos pájaros cagando directamente hacia nuestras cabezas; cientos de puñales apuntándonos directamente al corazón; tanto tedio; tanta idiotez; tantas palabras; tanto ruído de coches, de máquinas, de cantantes de moda; hay tanta fealdad en cualquier esquina; hay tanto perro muriéndose de hambre; millones de sabores desagradables. En todas partes excepto en el punto exacto en el que su infinito cuello empieza a tornarse rostro. Ese lugar mágico en el que muere la mandíbula, recipiente perfecto para mis besos. Podía pasar horas mirándolo. Besándolo, acariciándolo y oliéndolo. Es un lugar mágico porque puedes besar y puedes susurrar y tus ahogadas palabras llegan claras a su oído. Su cuello. Su suave y palpitante cuello. No suele llevar pendientes porque sabe que me es molesto su roce contra mi cara. Tampoco collares o gargantillas. Ahí me pierdo y ahí me quedo días enteros, meses, siglos. En el mundo nacen y mueren montañas y océanos, mil volcanes entran en erupción y luego mueren pero yo no los veo, ese no es mi mundo. Mi mundo está debajo de un mechón de pelo que aparto para entrar en él. A veces me armo de valor y exploro más allá. Hay valles y cordilleras, soles, húmedos abismos. Pero sin falta acabo por volver al lugar en el que más seguro me siento, en el que nada importa, ni siquiera yo. A veces sucede que algo me saca de mi ensoñación. Un ruído desmesurado, alguien me pregunta algo o tal vez advierto que alguien me mira extrañado. Entonces me doy la vuelta, vuelvo a casa y rezo porque mañana ella siga detrás de su mesa tan ajena a todo, tan ajena a mí.

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