sábado, 19 de abril de 2008

Se me hizo muy larga la vuelta a casa. Pasé por donde ella solía vivir. Hace apenas unos meses era también donde vivía yo. O donde dormía cuando se me hacía muy tarde y no había manera de volver a casa; cuando me emborrachaba y no había forma de encontrar el camino a casa. No hacía falta, me quedaba con ella y me iba al día siguiente. Recuerdo como me pedía que me quedara con ella. Sabía que yo no quería dormir en otra que no fuera mi cama, pero me insistía una y otra vez. Sabía, y yo también lo sabía, que acabaría cediendo. Por agotamiento, embriaguez, lo que fuera. O porque quería quedarme allí. Aunque me hiciera de rogar. Pasé por allí y me acordé de todo. Apagué el teléfono. De otra manera la hubiera acabado llamando. Iba a casa, pero también aquella era mi casa. Agaché la cabeza y mirando al suelo me dirigí a una parada de autobús. Me monté en el primero que pasó. El trayecto me resultaba familiar pues ya lo había hecho decenas de veces. Reparé en una iglesia. A su lado había una residencia de estudiantes. Cuantas veces había esperado en esa iglesia por ella. Hubo un tiempo en el que solo tenía que ir hacia allí, marcar un número de teléfono, esperar la llamada y colgar. Y en cinco o seis minutos tenía ante mí un pedazo de cielo. Ahora ni siquiera recordaba ese número. Agaché, de nuevo, la cabeza. Y lloré. Con toda mi alma. Cada célula de mi cuerpo se sentía desconsolada. Me sentí vacío, miserable. No era por ellas ni por los momentos que pasé con ellas, por la iglesia, el callejón al que daba el balcón al que salía a fumar, por el calor que había entres sus sábanas. No había más felicidad fuera de mí que la que había en mí ni tristeza mayor que darme cuenta de ello. A todas las desprecié, de todo eso me acabé hartando, como el que siente náuseas después de una gran comilona y no por ello puede dejar de comer una semana entera. No era el vacío de ellas lo que me angustiaba, después de todo, ese vacío estaba ahí antes de conocerlas. Y seguirá mucho después de olvidarme de las siguientes. Lloraba no por ellas, por mí. Y el cielo lloraba conmigo, llovía como hacía años que no lo hacía. Miraba alrededor y veía a alguien hablando por teléfono con alguna persona que le hacía mucha gracia. O lo fingía. A una pareja besándose como si fueran a prohibir los besos mañana, a otros riendo a carcajadas. Y yo sentía que pertenecía al cielo, que era el que lloraba conmigo y no a esa gente extraña que era tan feliz con tan poca cosa. ¿Qué son los besos, los amigos? ¿Qué es todo eso en comparación con el inmenso cielo? Podría ahora elevarme por encima de todos, mirarlos desde arriba, reírme de sus miserias, gritarles con la voz de cien truenos. Pero el cielo y yo estábamos tan deprimidos que solo podíamos llorar.

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