domingo, 11 de noviembre de 2007

No me fío de las camareras

No me fío de las camareras. Se podrían follar a cualquiera de los tipos que las miran desde el otro lado de la barra y lo saben. Saben que desean arrancarles la ropa con los dientes y montárselo con ellas allí mismo. Si no les prestas atención les molesta. Se agachan un poco más intentando atraer tu atención hacia su escote mientras tú miras distraído la retahíla de botellas que hay justo detrás de ellas. Mueven el culo descaradamente, ponen la cara de guarra que tantas veces han ensayado. Y cuando, inevitablemente, te encuentras mirándoles las tetas, notas durante una milésima de segundo una sonrisa de satisfacción en su cara. Para, a continuación, mirarte como a un violador en potencia, como el guarro que eres, como la escoria humana que solo está ahí para subirles el jodido ego. Si todos esos desgraciados supieran lo que es follarse a una seguro que dejaban de mirarlas de tal forma. Te sientes como si a cada segundo tuvieras que estar dándole las gracias porque te hayan permitido bajarles las bragas. Es como follarse a un cadáver, con la diferencia de que un cadáver seguro que es más apasionado. La última vez que estuve con una aguanté algún tiempo con ella. Me invitaba a algunos tragos y yo me sentía orgulloso de ser el que se follaba al objeto del deseo de tanto imbécil. Porque cualquiera que esté en una de esas discotecas es un imbécil. Sin excepción. Cruzas la puerta y ¡zas! Te conviertes en un gilipollas. Ahora, al menos, han perdido la costumbre de marcarte con uno de esos sellos. Certificados de imbecibilidad. Antes éramos imbéciles con certificación, ahora solo lo somos, pero tratan de no hacerlo tan evidente. Aguanté con ella por todo eso. Y porque me gustaba. Era guapa y divertida. Además, era la segunda o tercera con la que estaba después de que Marta me largara y sentía que me estaba ayudando a remontar el vuelo. Encontró a otro imbécil y dejó de contestar a mis llamadas. Ni siquiera me dijo adiós. Desde entonces mirar a una camarera hace que me sienta triste. Por eso no le estaba mirando las tetas a la camarera que me estaba sirviendo la copa. Cuando me dio el cambio, rozó intencionadamente mi mano, para llamar mi atención. La miré a la cara, sonreía. Le devolví la sonrisa, ella no tenía porqué cargar con la culpa. Su sonrisa se congeló y pasó a mirarme con desprecio. Mierda, lo había conseguido.